1.7.11

El otro, el mismo


texto crítico de María Esther Burgueño publicado otiginalmente en la revista "CarasyCaretas".

La trilogía escrita por Peveroni va desde el problema interno de una familia (Groenlandia), a la de unos seres que coexisten en un aeropuerto (Berlín), hasta llegar a una ciudad entera (Shanghai). El microcosmos deviene macrocosmos.El conflicto cambia por diferentes concepciones en la comprensión del destino, pero es en Shanghai que la enajenación del ser humano alcanza su máxima expresión. Ya no se trata de un determinismo genético ni psicológico que rige las historias personales: ya no hay personas. Lo más parecido son “cuerpos perfectos” a los que se ha implantado “kits de identidad”.
Aquello que nos hacía valiosos, únicos e irrepetibles, se diluye en millones de copias.

Convertidos en líneas de programación, en códigos de información desencarnada, en este mundo sin Dios, los hombres no reciben un espíritu insuflado sino que reciben conflictos y traumas de segunda mano que actualizan la tentación de incesto -entre Melina y Luca-, el asesinato de la familia de Xiaomei, y la infructuosa búsqueda de sí mismo de Joy.
Todo esto repetido cientos, miles, millones de veces en una espiral de dimensión fractal que no puede entenderse sin sentir un asombro antiguo. Pero mientras que en Groenlandia, la fractalidad se daba en la repetición de un ciclo genético reproductivo endogámico, en Shanghai se da a través de un proceso económico productivo. Ambos procesos cumplen con la ley estadística que reza que en los grandes números de eventos todas las probabilidades son certezas. Y ocurren las fallas. Todo aquello que pueda salir mal, eventualmente lo hará, ya sea en Montevideo, en Groenlandia, en Berlín o en Shanghai. Cuando la información se corrompe y pasa a trasmitir una versión alterada de sí misma pueden ocurrir fenómenos bien diferenciados: lo que en algún lado es llorado como pérdidas comerciales, en otro es celebrado como arte.
Como demiurgos de ínfima categoría, las corporaciones, los partidos, los mercaderes, atrapados en sus ruinas circulares, son incapaces siquiera de lograr un solo ser humano que se queme en el fuego. En Shanghai, la única realidad es “un original y millones de copias”.
Hay en la obra un hálito incuestionable de ciencia ficción, que explica el nombre de Lem para uno de los personajes, o la repercusión de Bradbury en la evocación de alguien que se quema vivo antes de aceptar ser réplica, o en la inversión del panóptico de Foucault en la versión de Orwell. Las referencias a Nothomb de Berlín son sustituidas por las de otro ícono de la actual literatura francesa, Michel Houellebecq, para invertir su concepción de una identidad que ocupa múltiples cuerpos por la de múltiples identidades ocupando un único ser. Cuando el público es interpelado por los actores acerca de quién es y qué hace allí, se anuncia que en un rato no habrá afuera, ni mundo feliz (Huxley). Cuando Arturo habla sobre Ziggy, uno de los pioneros de este sótano, lo describe como un consumidor de LSD, estrella de rock, que terminó dando su cabeza contra Alexanderplatz y que tenía 27 en el 72. Esto no constituye solo un juego de inversiones sino que remite el nacimiento del personaje al año 1945, el mismo del Unabomber, que en Leviatán de Paul Auster, nació el 6 de agosto de 1945. Mientras él emergía del vientre de su madre, el Fat Boy emergía del Enola Gay y marcaba un hito en esto de los atentados masivos, de los posteriores coches-bomba, hombres-bomba, pandas-Bomba, como Joy.
Además de una interpretación metafísica de la ontología, Shanghai propone lecturas muy directas sobre la realidad. Los shoppings de los mercaderes, donde réplicas de un original idealizado de cuerpos perfectos que no envejecen, o intentan no hacerlo, se precipitan hasta hacer saltar los nodos de un sistema. “Acá abajo”, geográficamente hablando, es una referencia a las antípodas. Por eso Arturo Lem confiesa haber nacido en un país absurdo donde las vacas no son ilustradas ni valientes. Shanghai sería entonces el sótano de un mundo del que Uruguay sería un emergente, o a la inversa.


 
Pero está claro que en las “zonas” que se plantean en la obra, el continuo espacio tiempo, tiene una consistencia particular, al igual que la idea de movilidad-inmovilidad, o público– privado. El público accede, e incluso forma, mediante la solicitud de ubicarse creando un corredor, a la zona blanca, atisba la zona rugosa, pero el anexo es percibido solamente en el derrumbe de las paredes. Casi como el Horacio de Hamlet, se le pide que esté allí para dar testimonio. ¿Estaremos a tiempo? ¿Alguien oirá por encima de las voces de los escándalos mediáticos, de las protestas de las iglesias, de las publicidades de las multinacionales, de la fatal autoentrega de límites que se da en las redes sociales, por encima de los ringtones de los celulares?
A modo de ejemplo de este uso de los kits de identidad, que crean en nosotros esta confusión sobre quiénes somos, dónde y cuándo existimos, cada uno de los personajes es varios. M es Melina y Alaia, nieta de Xiaomei. N es Joy (¿en-joy?), y Luca, Lem es él mismo y Xiaomei, sobreviviente de la última guerra con los japoneses y abuela de Alaia. Ziggy Stardust es él, y quizás un rubio director de cine que filmó una película sobre la necesidad de decidirse ante una bifurcación del camino (¿Jim Jarmusch?).
El trabajo de la vestuarista Virginia Sosa logra conjugar las ideas de la obra de una manera inteligente y sencilla. Todos están vestidos en la gama del blanco y el negro, pasando por el inevitable gris. Todos lucen ligeramente equívocos en su sexualidad, pongamos como ejemplo la androginia de los trajes o el maquillaje inverso de los ojos de M y N. Una luz azul que brota del pecho de los personajes incentiva la idea de artificialidad, de neón de vitrina, de pantalla de ordenador o de televisor. Pero sobre todo, en varias partes del traje aparecen zonas desflecadas, tanto como la “identidad” de la que los personajes entran y salen. Y esto complementa el ritmo planteado por Federico Deutsch desde su música original, que por momentos empuja al espectáculo hacia la ópera.
Los actores –Noelia Campo, Fernando Amaral, José Ferraro- necesitan un grado enorme de concentración para decir este bello y complejo texto al mismo tiempo, que sostienen el ritmo frenético de su situación y sus cambios. En un espacio neutro y estrecho, atiborrado de cajas, deben sostener las historias, los miedos, las actitudes y deseos contradictorios, como un médium que incorporara a la vez muchos espíritus. Ahí es donde el trabajo de María Dodera se vuelve esencial. Por eso el espectáculo no es de Peveroni con dirección de Dodera. Es uno más otro. Yo conocía de antemano el texto de Shanghai, pero confieso que solo lo vi y lo sentí físicamente cuando el eficaz elenco cantó, danzó, susurró, gritó, amó, odió, fue moral, fue traidor. Transpiró entrega en una de las noches más frías que estaba viviendo Montevideo.
No es un espectáculo fácil, felizmente entre tantos facilismos que hacen pensar que las obras son réplicas de un original perverso. El mandato de que nos vayamos para ser testigos, pesa. De cualquier modo, y como decía el autor del título de esta nota, siempre hay jardines donde los senderos se bifurcan. Si se atreve, vaya a sus antípodas, que quizás son su réplica o su döppelganger. Quizás juntos encontremos la salida del anexo.

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